Gesto
SARA CASANOVAS
Vaciarse el perro
Había sido un viaje largo, transoceánico. Estaba cansada, pero me apetecía mucho pasar unos días con mi madre, en la casa donde crecí. Aunque tenía llaves, toqué el timbre. Sonreí al reconocer, al otro lado de la puerta, el ritmo inconfundible de sus pasos.
Cuando ella abrió, solté las maletas y nos abrazamos. Pero enseguida sentí la tentación de echar un vistazo alrededor. Necesitaba comprobar si mi memoria coincidía con lo que estaba ahí: el color de las paredes, la disposición de los muebles y esa mezcla de algodón y tabaco que impregnaba la casa. Todo seguía intacto. Era agradable descubrir que las cosas estaban en el mismo sitio de mis recuerdos.
Llevé la maleta a la que había sido mi habitación y, antes de deshacerla, me fijé en ese retrato en el que aparecía con dos amigas del colegio. En una de las esquinas, con rotulador permanente había escrita la frase «amigas para siempre». Verme en la imagen me hizo sentir extraña, como si no fuera la misma persona. Me senté en el escritorio, pasé la mano por encima de las vetas de madera que, en las aburridas tardes de estudio, me había aprendido de memoria. Abrí el primer cajón y ahí estaba: mi diario con tapas de Mickey Mouse. Fui pasando las páginas hasta llegar a ese recorte de anuncio de Benetton que tanto me gustaba. La imagen mostraba gente de distintas nacionalidades dándose la mano. Entonces imaginaba que el mundo era así, mucho más variado que mi edificio, donde todos nos parecíamos, salvo por esa niña que los vecinos del tercero adoptaron en China y las visitas de don Ignacio.
—¿Te apetece comer algo? —se asomó mi madre. Y, cuando le iba a decir que no, nombró esa marca de galletas en forma de dinosaurio que me encantaban y que dónde vivía ahora eran imposibles de conseguir.
Nos sentamos en el sofá del salón con cafés y las galletas. Pero en vez de merendar, ella se puso a revisar unas carpetas con expedientes que tenía apiladas en la mesa de centro.
—¿Vas a trabajar?
—No, pero ahora vendrá Margarita. Quiere que la aconseje, ha tenido problemas con don Ignacio y el piso que le alquilaba, ¿te acuerdas de él? Erguí la espalda para acercarme a ella:
—Sí, ¿qué ha pasado?
En ese momento sonó el timbre y mi madre me hizo un gesto de «luego te cuento» . Mientras ellas hablaban me fui a la habitación con un par de galletas más: un tyrannosaurus rex y un triceratops. Aunque tenía que deshacer la maleta, me volví a sentar en el escritorio. Mordí la cabeza del triceratops mientras hojeando el diario hasta dar con una foto en la que aparecía con mi perro Lark y Rolf, el imponente husky de don Ignacio. Miraba a los perros y me pregunta qué podría haber pasado; el vecindario era tranquilo, aunque él fuera algo extravagante. Volví a la fotografía y acaricié la parte donde estaba mi perro. Don Ignacio la había sacado una de esas tardes que nos encontrábamos en el jardín trasero del edificio y los perros jugaban. Luego la reveló en el estudio que se había montado en su piso, propiedad de Margarita. Recuerdo que cuando me la regaló me sentí afortunada pues había escuchado a otros vecinos decir que era un fotógrafo conocido en la ciudad. Su perro Rolf era un lobo bicolor, majestuoso y premiado. Cuando jugaba con el mío, se acentuaba aún más que Lark era callejero, delgaducho, aunque muy juguetón y cariñoso. Don Ignacio cepillaba al suyo a menudo, le compraba la mejor comida y siempre prestaba más atención a los perros del edificio que a sus dueños. Eso me gustaba de él, que no fingiera su predilección por los animales.
Cuando terminé las galletas, me estiré en la cama y me dije, entornando los ojos, «solo unos minutos». Desperté a la mañana siguiente:
—Entonces, ¿qué pasó?
—le pregunté a mi madre en el desayuno.
—Don Ignacio se marchó sin avisar, quién lo iba a decir.
—¿A dónde? ¿Cuándo?
—Hará unas semanas. Debió hacerlo de noche. Nadie lo vio y aquí nos conocemos todos.
—¿Por qué le llamaban don?
—dije, revisando aquello que de niña no había pensado pero que ahora me llamaba la atención.
—No sé —dudó mi madre— ya sabes que era un poco rimbombante. Lo que está claro es que no era lo que aparentaba.
—¿Por qué?
—Dejó sin pagar varios meses y el piso de Margarita quedó destrozado. Hay paredes con agujeros, cajas llenas de rollos fotográficos, el suelo arrancado. Hubo algo de lo que dijo Margarita que me chocó.
—¿Qué?
—Que mientras él vivía enfrente de ella siempre debía tener las cortinas echadas, por los hijos porque… Al escuchar esas palabras sentí un latigazo, un escozor en el pecho. Sabía cómo continuaba la frase.
—¡Ahora vuelvo! —dije y salí corriendo hacia el rellano. Toqué el botón del ascensor. Cuando se detuvo en la cuarta planta, la de mi madre, me subí. Las paredes seguían forradas de madera. El espejo de medio cuerpo era el mismo, pero ahora me parecía mucho más estrecho de lo que lo recordaba. Lo que otras veces ya había escuchado decir, entre risas, a los hijos de Margarita era que don Ignacio se paseaba desnudo por las ventanas, sobre todo, cuando ellos se asomaban. Me recorrió un escalofrío mientras apretaba todos los botones del tablero con ansia. Necesitaba pensar, revisar el lugar donde quedaban ahora mis recuerdos, justo ahí, donde solía coincidir con don Ignacio. De pronto, ahí estaba él con su hercúleo Rolf.
Yo tengo seis años, él lo que una niña considera que es un señor mayor, entre cincuenta y sesenta. Viste con pantalón de pinza, mocasines y un pañuelo doblado que asoma del bolsillo de la camisa. Yo llevo un pantalón corto y una camiseta de Snoopy. Estoy pegada a la puerta del ascensor cuando don Ignacio se prepara para salir con su perro. El animal debe llevar horas sin pasear y de ahí la urgencia en los gestos de él. Cuando se abre la puerta, el perro se enreda en mis piernas y la correa retráctil me quema la piel al tirar. Aúllo de dolor, me las sujeto. Noto el ardor y cuando retiro la mano tengo un latigazo en carne viva marcado en la piel. Don Ignacio ha salido disparado para que su perro se vacíe en un árbol. Los veo a cierta distancia, pero no puedo moverme por el dolor. Rolf, aunque es de revista, levanta la pata trasera igual que el resto de los perros del edificio. La piel me bombea y escuece. Cuando terminan, se acercan aliviados. Don Ignacio me mira las piernas:
—Bah, es solo un rasguño. Otro día no te pongas en medio.
—Me duele mucho.
—Los jóvenes de ahora os quejáis por todo —dice, colocándose el pañuelo del bolsillo que se le ha movido.
Aprieto los dientes. No me atrevo a contradecir a un adulto como él. En vez de eso, me voy para casa, con un nudo en la garganta «¿Qué ha pasado?», me pregunta mi madre con un gesto apretado en la cara. «Es solo un rasguño», respondo, pero ella busca un gel y me unta las piernas con aloe vera mientras dice: «de eso nada, menuda herida».
El ascensor se detenía obediente en cada planta cuando me dejé caer en el suelo. Sentía que me faltaba el aire, pero todavía no había recorrido todos los pisos y yo necesitaba seguir ahí un poco más. Me arremangué el pantalón para ver esa herida antigua en la pierna. Reseguí la línea blanquinosa, ligeramente abultada y con esa textura suave de las cicatrices. Ahora sabía que no era un rasguño sino una quemadura.
La próxima vez que estoy con Don Ignacio en el ascensor él no lleva a su perro, es más, yo estoy dentro y las puertas correderas se están cerrando. Desde fuera, me suplica con la mirada que lo detenga para que él pueda subir. Lo hago a regañadientes. Él entra satisfecho, con su ropa de don, impecable. Sin embargo, hay algo distinto en él: sonríe nerviosamente y carga en brazos a un niño de tres o cuatro años. Es la primera vez que lo veo. Don Ignacio toca el botón seis varias veces, debe tener prisa. El niño tiene los ojos grandes y una peca en el pómulo que parece una lágrima. No es como los demás niños del edificio, sino como algunos del anuncio de Benetton de mi diario. Don Ignacio le aprieta el muslo con rollitos. «Es mi sobrino», me dice, pegándose a la puerta de salida. No entiendo por qué lo hace pues yo tengo que salir primero. Me despido pensando que es la primera vez que lo veo con un familiar.
En otra ocasión, estoy paseando a Lark frente a casa. Veo a don Ignacio a lo lejos, acercándose con el niño en brazos. Antes de entrar a la portería, mira el reloj, son algo más de las seis, la hora a la que se va el portero. Don Ignacio echa un vistazo alrededor, como si no supiera del todo dónde está. Es un hombre peculiar, no solo en la forma de vestir sino también en cómo se comporta. Entra al edificio y yo, detrás de él. De nuevo, toca sin parar el botón del ascensor. Mientras no llega, recojo las cartas del buzón. Él se pasea de un lado al otro, impaciente. Hago ver que miro las cartas, pero en realidad me fijo en él porque hace algo que reconozco en mí: se pone nervioso al escuchar ruidos en el rellano, inclina la cabeza para oír mejor si alguien sube o baja las escaleras. Yo también hago eso cuando salgo a pasear a Lark en pijama y, cómo me da vergüenza que me vea así evito cruzarme con ellos. Casi es como un juego. Saber que don Ignacio también juega, nos convierte en cómplices, nos iguala. Cuando hay ruidos en la escalera don Ignacio le cubre la carita al niño, como protegiéndolo. Por fin llega el ascensor. Entramos y él toca compulsivamente el seis. Yo toco el cuatro y le pido a Lark que se siente. El niño se revuelve en sus brazos, alarga la manita al morro de mi perro. Lark estira el cuello y le lame la mano. «No seas tan confiado, un día te morderán», suelta retirándole la mano al niño. Yo no le digo que mi perro no ha mordido a nadie jamás porque justo me doy cuenta de algo. «Mi sobrino, ¿te acuerdas?», dice con voz firme. Eso es justo lo que miraba, que no es el mismo niño, aunque se parece. Este no tiene la lágrima-peca bajo el ojo. Siento una punzada en la nuca. Vuelve esa sensación de cuando la correa de su perro me quemó la pierna y esa incapacidad de rebatirle a un adulto o preguntarle por qué miente ahora. Quiero decirle algo, pero no se me ocurre otra cosa que «¿Vive cerca?». Don Ignacio me dice que, en el casco viejo, junto a la iglesia.
El ascensor ya había recorrido todas las plantas, pero tuve que esperar unos segundos pues sentía asfixia. Las paredes parecía que se tiraban encima de mí. Necesitaba salir, respirar aire fresco. En casa, busqué a mi madre por todas las habitaciones. La encontré en mi cuarto, mirando esa fotografía con aquellas amigas del colegio; con una apenas hablaba y con la otra había perdido totalmente el contacto. Las cosas habían cambiado desde entonces. Me sujeté al marco de la puerta y cuando recuperé el aliento, solté: «Los rollos fotográficos de don Ignacio». Mi madre tenía un gesto torcido en el labio, como si intuyera lo que estaba a punto de contarle.
