Gesto
ELIÁN CHALI
Líquido amniótico del universo
Cuando llegué a casa luego de la eterna vuelta de Australia sentía que mi espalda era un montón de piedras. Hasta hace unos años había un vuelo desde Buenos Aires que cruzaba el océano pacifico y se podía llegar a Sidney en pocas horas, pero por cuestiones de seguridad ahora solo tomaban rutas con posibilidades para aterrizajes de emergencia. Y como si fuera un homenaje a mi impuntualidad, llegué tarde al turismo de canguros y me tocó hacer el viaje eterno. Esas treinta y dos horas de ida fueron de un entusiasmo enorme. Es que en algunos casos, la espera por algo hermoso me acrecienta las ganas y hace de ese tiempo una justificación perfecta. Pero las de regreso no fueron iguales. Dos meses después de recorrer paisajes selváticos y conocer animales de lo más raros, ya ansiaba por volver a casa. Las treinta y dos de vuelta se transformaron en un millón de horas arriba del avión. Tuve ansiedad, me dolieron las piernas, llegó el mismo existencialismo suicida de siempre, vi pelis, jugué, hablé con gente. Ya no sabia que hacer para matar el tiempo. Hasta que en el último tramo logré dormir un rato largo y sacrificando el desayuno, finalmente aterrizamos.
Al otro día de haber desarmado la valija, llamé a mi amiga Carla por el estado mineral de mi cuerpo. Ella siempre ha sido muy atenta con los cuidados de su cuerpo sin caer en obviedades alopáticas ni farmacológicas. Me había hablado muy bien de un digitopunturista que podía destrabar hasta los más profundos dramas familiares solo con su dedo pulgar y era aprendiz de un chino sobre el cual rondaba un mito en Córdoba. A este médico en cuestión nadie lo conocía. Se decía que tenía más de cien años y que no estaba atendiendo hace rato, pero su consultorio en el barrio San Martín seguía activo. Obviamente lo primero que quise fue conocerlo al chino porque no solo soy impuntual sino también chismoso, pero me concentré en intentar aflojar mi espaldita hormigonada a pesar de mi curiosidad. Carla me pasó el contacto y llamé para pedir un turno con Alfredo, el hombre de dedos que todo lo podían.
tres cinco uno cuatro siete seis seis ocho nueve cuatro, tttttooono, ttttttoooono:
—Consultorio —anuncia una voz grave y amplia pero tímida del otro lado del teléfono.
—Hola que tal, llamo para pedir un turno con Alfredo.
—Claro que sí, él mismo habla. Te sirve el próximo martes a las 17 hs.?
—¿Antes no tenes nada? —(impuntual, chismoso y también ansioso, claro).
—El único turno que tengo es hoy a última hora por una cancelación —exclamó con cansancio.
—Perfecto, me sirve hoy.
—Dale, te agendo. ¿Tu nombre?.
—Elian Chali.
—Agendado. Nos vemos en un rato.
Se acercaron las 19hs. Apuré los pendientes porque no podía soportar un día más esta tortura muscular. Llego, toco el timbre, anuncio mi nombre, un portero eléctrico me abre la reja. Entro, cierro la reja, alguien abre la puerta. Aparece un humano enorme con una bata celeste y una sonrisa alegre, entro. Es nada más y nada menos que Alfredo dedos de oro. Parece un hombre de las nieves en pleno barrio cordobés, un oso tierno. Sus manos no corresponden con su edad, revelan una vejez profunda pero de experiencia. Lo analizo con los testimonios de Carla dando vueltas tras mi oreja, tenía una predisposición enérgica que inclinaba mi examinación hacia el optimismo. Me hace entrar y cruzamos un corto pasillo que me embriaga con ese aroma propio de la medicina no tradicional que parece mezcla de incienso con alcohol en gel y palo santo. Llegamos a su box separado del consultorio tan solo por una cortina color beige apenas suficiente para lograr privacidad.
Me pide por favor que me quite la remera, las zapatillas y las medias mientras me acerca un cajón para poder subir sin problemas a la camilla. Con la cortesía propia de quien entra en contacto con un cuerpo para manipular su fragilidad, señala que empezaremos boca arriba. Atravesamos los primeros segundos en completo silencio y se vuelven eternos, todo este rito de pasaje ya comienza a dejar marcas en mí y puedo sentir que en él también. Luego de unas respiraciones profundas, reposa lentamente las palmas de sus manos en mi abdomen y por el contrario de la velocidad en la que se están dando todo, me pregunta repentinamente sobre dos cosas en paralelo: la forma en la que duermo y la relación con mi madre. Dos asuntos bien distintos pero ambos referidos al cobijo, al inconsciente, a ese líquido amniótico que es el hogar y viceversa, al límite entre el adentro y el afuera, a la recuperación, a lo problemático que significa entender donde guarecerse. Sin dar margen para contestar, porque al parecer la respuesta no importa como si la pregunta, aprovecha para contarme que vive en el monte y que la noche anterior había tenido que despertarse a las cinco de la mañana a regar para que la helada no queme la huerta ni las plantas. Lo aprendió de su mamá y le había costado infinidades de peleas porque si algo disfruta este oso cariñoso es dormir hasta altas horas. Dice que a lo largo de los años de este hábito invernal, con Teresa fueron trazando temas de conversación en la madrugada que durante otros momentos del día no aparecían. Entre su transferencia de relajación dactilar por la que Alfredo no perdía nada de foco, en conjunto a la travesía mental entre vapores de pachulis y anécdotas, me anime a preguntarle porque podían alcanzar esa conexión con su madre exclusivamente en ese momento y no en otros. Especificó lugares comunes fáciles de romantizar como higiene mental luego del descanso, el silencio, ninguna distracción a la vista más que la tarea puntual, cosas propias del alba y la soledad. Sin embargo él mismo desarmo la escena edulcorada a sabiendas de que eso es cierto, pero había otro factor fundamental de la situación para lograr el cometido: espectadores. Parece que el diálogo con su madre poco a poco se volvió una disertación para una audiencia específica, una familia de comadrejas asomaba decorosamente cada vez que prendían la manguera. Su descripción risueña del asunto daba cuenta del contrato interespecie con los marsupiales; nadie molestaba a nadie y todos eran parte de esa coreografía vegetal antes de que amanezca. Cuenta que Teresa, cuando veía asomar esas narices rojas, ecualizaba el volumen de su voz para no espantarlas a modo de invitación al living natural de la huerta. Tanto Alfredo como ella le preguntaban cosas a lo cual la familia respondía entre hociqueos y bailecitos, habían pactado la base para un idioma común y parecía estar funcionando, se estaban entendiendo. En simultáneo a su relato, podía sentir sus falanges adentro mio desarmando mis nudos como si fuera un ovillo. Con la precisión de un cirujano, el me transformaba invitándome a ser otro. Dice que una vez que arribaron a un nivel de confianza particular, las comadrejas devolvieron el gesto de comodidad y los invitaron a su refugio provisorio, el hueco de un árbol que las alojaba mientras se terminaba el periodo de gestación de la madre. Alfredo y Teresa siguieron sus huellas primero en cuclillas y luego reptando. Mientras se acercaban a la perforación del tronco, les comenzó a crecer una cola y su piel se enfrió súbitamente. Aunque la familia ingresaba al árbol con la misma tranquilidad de quien pasa por una puerta cualquiera, ellos podían deducir que no cabían por su tamaño. Cuando intentan debatirse qué hacer, de su cuerpo salieron sonidos y aromas, un lenguaje no verbal pero perfectamente entendible. Su voz lógica, racional y cantarina se había vuelto un argot animal. Y en cada uno de los últimos pasos antes del portal, la escala humana se fue achicando cual escalera en descenso hasta volverlos tan pequeños como un almohadón. Atravesaron la corteza y del otro lado encontraron el universo entero. Mi espalda ya no es de hormigón y ahora tiene un pelaje espeso y frondoso.
